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Carta a Michael Tolkien 6-8 de marzo de 1941

‘war broke out the next year, while I still had a year to go at college. In those days chaps joined up, or were scorned publicly. It was a nasty cleft to be in, especially for a young man with too much imagination and little physical courage.’

6-8 de marzo de 1941 — Carta 43

Fragmento de una carta escrita a su segundo hijo Michael, mientras este combatía en el ejercito británico durante la Segunda Guerra Mundial.

(…)
Mi propia historia es tan excepcional, tan errónea e imprudente en casi cada uno de sus puntos, que dificulta el consejo de la prudencia. No obstante, los casos difíciles no fundamentan una buena legislación; y los excepcionales no son siempre buenas guías para los demás. Por lo que pueda valer, he aquí algo de mi autobiografía, en esta ocasión sobre todo concentrada en los puntos de la edad y las finanzas.

Me enamoré de tu madre aproximadamente a los 18 años. De manera del todo genuina, como ha quedado demostrado, aunque, por supuesto, defectos de carácter y temperamento han sido causa de que a menudo cayera por debajo del ideal con que había empezado. Tu madre era mayor que yo, y no era católica. Hecho del todo desafortunado, según opinión de un tutor.1 Y fue, en cierto sentido, muy desafortunado; y, en cierto modo, malo para mí. Estas cosas son absorbentes y agotadoras. Yo era un muchacho listo que se estaba esforzando por obtener una (muy necesitada) beca para Oxford. Las tensiones sumadas estuvieron a punto de producirme un peligroso quebrantamiento. Obtuve un resultado mediocre en los exámenes y aunque (como me lo dijo después mi rector) debería haber conseguido una buena beca, sólo logré por un pelo una muy pobre en Exeter, de £60; justo lo suficiente, junto con otra beca del mismo monto que conseguí al abandonar la escuela, como para ingresar en la universidad (ayudado por mi antiguo querido tutor). Por supuesto, había un aspecto positivo, que el tutor no pudo percibir con igual facilidad. Yo era inteligente, pero no industrioso ni me concentraba con exclusión de todo otro propósito; gran parte de mi fracaso fue consecuencia sencillamente de falta de trabajo (al menos en lo que a los clásicos respecta), no de que estuviera enamorado; además, estaba estudiando otra cosa: el gótico y qué sé yo qué más. Como tenía una formación romántica, hice de las relaciones entre un muchacho y una joven un asunto serio y lo convertí en fuente de esfuerzo. Por naturaleza más bien cobarde físicamente, pasé de ser un conejo despreciado de un equipo de segunda categoría de la facultad, a defender las insignias de la escuela en dos temporadas. Todo ese tipo de cosas. Sin embargo, se planteó el problema: tenía que elegir entre desobedecer y hacer sufrir (o engañar) a un tutor que había sido un padre para mí, más que la mayoría de los verdaderos padres, pero sin obligación alguna, o abandonar el asunto, amoroso hasta que tuviera 21 años. No lamento mi decisión, aunque fue muy duro para mi enamorada. Pero ello no fue por culpa mía. Era perfectamente libre y ningún voto la unía a mí, y no me habría quejado (salvo de acuerdo con el código romántico irreal) si se hubiera casado con otro. Durante casi tres años no vi ni escribí a mi amada. Fue extraordinariamente difícil, doloroso y amargo, sobre todo al principio. Los efectos no fueron del todo buenos: recaí en la locura y el ocio y desperdicié gran parte del primer año pasado en la universidad. Pero creo que nada habría justificado el matrimonio sobre la base de un amor juvenil; y probablemente ninguna otra cosa habría fortalecido la voluntad lo bastante como para dar permanencia a un amor semejante (por genuino que fuera este amor verdadero). La noche de mi vigésimo primer cumpleaños le escribí otra vez a tu madre: el 3 de enero de 1913. El 8 de enero volví a ella, nos comprometimos y di noticia de ello a una asombrada familia. Recogí mis calcetines y trabajé un poquillo (demasiado tarde para salvar del desastre las Hon. Meds.); luego, al año siguiente, estalló la guerra, mientras tenía todavía por delante un año en la universidad. En aquellos días los muchachos se ofrecían como voluntarios, de lo contrario se los despreciaba públicamente. Era ésa una posición desagradable, especialmente para un joven de mucha imaginación y escaso coraje físico. No había obtenido grado alguno; no tenía dinero; estaba prometido. Soporté el vilipendio y, al volverse explícitas las sugerencias de mis parientes, velé y obtuve Honores de Primera Clase en los exámenes finales de 1915. En julio de ese mismo año fui empujado al ejército. La situación me resultó intolerable y me casé el 22 de marzo de 1916. Mayo me sorprendió cruzando el Canal (todavía guardo los versos que escribí en esa ocasión) a tiempo para la carnicería del Somme.

¡Piensa en tu madre! Sin embargo, no creo ahora ni por un momento que estuviera haciendo más de lo que se le habría podido pedir; tampoco que ello le reste mérito. Yo era un hombre joven con un grado universitario medio, capaz de escribir en verso, propietario de unas pocas libras menguantes p.a. (£ 20-40), y sin perspectivas, un subteniente de infantería a 7/6 por día, donde las oportunidades de sobrevivir eran muy escasas (como subalterno). Se casó conmigo en 1916 y John nació en 1917 (concebido y cargado durante el año de hambruna de 1917 y la gran campaña de submarinos alemanes), cuando la batalla de Cambrai, tiempo en el que el fin de la guerra parecía tan remoto como lo parece ahora. Vendí mis últimas acciones sudafricanas, «mi patrimonio», para cubrir los gastos de la maternidad.
(…)